Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El Rompimiento de Gloria (cap. VIII)

domingo, 1 de marzo de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. VIII)

VIII

El siguiente rapapolvo, unos días después, fue peor pero más justificado. Echamos a andar por la vertiente Norte de la Sierra para subir al Cerro de la Cebollera ─ellos se negaban a llamarlo por el nuevo nombre de Pico de las Tres Provincias pues, aunque alto, no es un pico y además lo de las tres provincias les parecía burocrático─ y llevamos víveres abundantes para poder quedarnos también a cenar. La umbría estaba fresca, mucho más que la solana de nuestras marchas de costumbre, y sólo teníamos ropa ligera, así es que al caer la noche y pararnos a comer entre un arroyo y unas peñas yo tuve frío y me empeñé en encender una hoguera.

─ Bueno, si vas tú a buscar la leña. Pero veremos menos la Luna.

Me alejé del prado y tardé algún tiempo en encontrar en un pinar un par de troncos secos aprovechables. Volví arrastrándolos trabajosamente y hallé a los hermanos inmóviles en la penumbra, callados y mirando la Luna llena que se levantaba, solemne, de algún lugar incalculable de la estepa soriana. Permanecieron absortos mientras yo troceaba la leña menuda para preparar la candela. Cuando hube terminado los preparativos y antes de prender el fuego me tendí un rato junto a ellos. Respiré hondo el aire frío y seco que llegaba del Norte. Se oyó a lo lejos un búho real y después otro pájaro desconocido para mí. Me guardé de preguntar por él para no turbar el silencio, acompañado ahora, más que roto, por el leve y modesto susurro del regato. Advertí algo en lo que nunca antes había reparado: el murmullo de un arroyo pequeño jamás es constante sino desigual en intensidad y tono, cambiante cada pocos segundos, aunque el caudal sea siempre el mismo y no fluya a borbotones. Tampoco me atreví a comentar mi descubrimiento, que me hacía feliz como un niño. Por fin había descubierto por qué se dice un arroyo cantarín.

Elena rozó mi mano con la suya y enseguida me ofreció su chaleco de lana.

─ Yo no me lo voy a poner y tú estás helado.

Iba a protestar por el insulto a mi hombría pero al palpar la suave lana y oler el perfume tibio de la muchacha la terneza pudo más que el orgullo y acepté el jersey. Me arrellané en la gloria.

─ Yo estoy contento, ¿y vosotros?
─ También.

En ese momento una nube tapó la Luna. De la oscuridad salió la voz indulgente de Miguel.

─ Anda, ahora ya puedes encender el fuego. Pasaremos a ser felices de otra manera , comiendo.

Y así fue; pasamos sin estorbo del misterio al ágape, de la contemplación al chorizo y vino tinto. La resina del pino crepitando alegre y el aroma de las chistorras asadas en las brasas creaban un aura de seguridad en torno a nuestro mínimo vivaque.

─ Así de seguros se sentirían de noche nuestros mayores en la Edad de las Cavernas, ¿no creéis?
─ No sé, yo no estoy tan convencida. Para empezar, no estarían comiendo chistorras sino grasa de oso o algo así...
─ ¡Mujer, no empieces! Ya sé que por muy primitivos que sean los vascos, la chistorra no es manjar neolítico. Pero tú me entiendes, el fuego, la comida, la compaña, todo eso tranquilizaría el ánimo de los trogloditas, después de los sobresaltos de la caza.
─ Sí te entiendo, pero no estoy de acuerdo contigo. Los hombres primitivos estarían ahora cavilando sobre la manera de congraciarse con el espíritu del oso que habían matado. O cómo aplacar a otros espíritus aún peores.
─ Pues yo no me los imagino callados y taciturnos mientras comían.
─ Taciturnos no, porque no sirve para nada y ellos eran gente práctica. Estarían haciendo conjuros o encantaciones. O recitando crónicas heroicas. Yo creo que para los antiguos la magia, la historia, la poesía y la política eran lo mismo, y todo ello lo expresaban cantando. Y bailando, claro. Pero sobre todo con largas melopeyas que iluminaban el pasado, exorcizaban el presente y amañaban el futuro. Seguro que aprendieron antes a cantar que a hablar, y antes la poesía con ritmo que la prosa sin él. Y cantaban... tenían que cantar...
─ ... para no morirse de miedo ─añadió su hermano.

Contemplé sus rostros a la luz del fuego y me parecieron más hermosos que nunca. Miguel miraba fijamente las llamas y Elena la negrura de la noche. Ambos semblantes eran de una perfección grave pero no triste, al contrario, parecían llenos de un gozo sereno. Tenían los labios entreabiertos y su respiración era muy lenta. A la luz de la hoguera los cabellos de Miguel tenían reflejos castaños y los de Elena algo cobrizos. Los ojos de ésta ya no parecían ni azulados ni verdosos, como si fuesen puro brillo. Me hubiese quedado toda la noche contemplándola, pero ella volvió el rostro hacia mí y sonrió levantando las cejas como en muda pregunta. Me azaré y dije lo primero que se me ocurrió.

─ ¿Pues por qué no cantamos nosotros también?
─ Hombre, porque, después de hablar del canto primordial, "El batallón de modistillas" estaría fuera de lugar, ¿no?
─ Quizá, pero es que el canto primordial desapareció hace milenios.
─ ¿Tú crees? ─preguntó Elena como hablando consigo misma. Instantes después, el suspiro del viento y el susurro del agua parecieron espesarse, como si juntos entonaran una melodía muy grave y profunda, arrancada de las raíces de las rocas. Tardé unos momentos en comprender que el sonido venía de Miguel, con un tono más bajo que su voz habitual, y lo continuaba Elena, en tono más alto que de costumbre. Después, más fuerte, articularon la letra de aquel ejercicio a dos voces. Era el kirie gregoriano, recio y sutil, con su poderosa reiteración irisada de matices. Luego volvió el silencio, y los leves ruidos del monte cobraron un nuevo sentido, signos amigos de esperanza. El exorcismo estaba hecho.

Miguel me adivinó el pensamiento.

─ Tú dirás que esto no es canto primigenio, que no vale de ejemplo porque es magia moderna, cristiana. Pero piensa que es una imprecación, dicha en lengua de tres mil años, a la Divinidad, llamándola Señor y Ungido, para pedirle una y otra vez que se apiade de los mortales. Y todo eso en un rito que es a la par Sacrificio y Banquete sacros. Comprenderás que la cosa tiene poco de cristianismo a la Saint Sulpice y mucho de prehistórico.
─ No creía que fueses tan pío ─procuré ironizar, a sabiendas de que estaba siendo necio e injusto, pero es que empezaba a sentir la necesidad de liberarme de hechizos.
Miguel se encogió de hombros.
─ Sólo intentaba que vieses cómo no todo lo viejo está muerto.

Nos quedamos callados, yo sintiéndome algo ridículo y ellos recuperando impasibles la noche ahora que el fuego se apagaba. Las brasas ya casi no alumbraban. La Luna, cada vez más fría y brillante, parecía ir cubriendo de polvo de mármol a los hermanos yacientes. Sentí una punzada de remordimiento, esta vez práctico.

─ Elena, ten tu jersey que te vas a helar.
─ No, quédate tú con él. Pero vámonos que mañana es Lunes.
─ Sólo quedan dos horas para la media noche. Estaría muy bien entrar en el Lunes bajo la Luna.
─ Ojalá fuera posible, pero... ¡venga, andando!

Los tizones silbaron con furia de serpiente cuando les vacié encima la cantimplora.

El camino de vuelta se hacía fácil, cuesta abajo y por un sendero bien iluminado al principio por la Luna. Veíamos bastante, aun para coger unas endrinas que Miguel necesitaba para mejorar cierto aguardiente blanco, regalo extremeño de Paco su ordenanza. A medida que bajábamos al valle el aire perdía dureza y adquiría olores húmedos. La noche era tan perfecta que cualquier lance mínimo ─la rebusca de endrinas, un cencerro lejano, el roce de la falda de Elena con una zarza─ se me antojaba indicio de una aventura fabulosa. El misterio había regresado, ahora con disfraz pastoril.

Así es que volví a equivocarme. El camino atravesaba un soto sombrío, donde casi no entraba la luz de la Luna. En mi euforia recordé el hexámetro perfecto:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbram. ¿ A que no sabéis qué es eso?
─ Tú sí que no lo sabes ─replicó Elena.
─ ¿Cómo que no? Es de la Eneida, "Iban obscuros, bajo la noche solitaria, por la sombra". Decía el Abate Bremond que es el verso latino más bonito...
─ ¡Bonito! ¡Atreverse a llamarlo bonito! ¡Qué sabría de estas cosas un abate dieciochesco de salón!
─ Bremond no era del siglo XVIII sino de hace unos años, doña sabelotodo.
─ Es igual, estaría inficionado por la manía de la lindura. Lo estoy oyendo decir mientras tomaba rapé: " Quel joli veeers!" ─Y Elena imitaba hábilmente una voz cascada, arrastrando la sílaba final como un balido de oveja pedante.
─ Bueno, la verdad es que a lo mejor dijo que era bello y no bonito.
─ Mira, Saturnino, no sé quién era el cura ése ni me importa, pero tú me desesperas. Y eso que hice propósito de no discutir más contigo. Pero es que me da pena ver que todo esto lo tomas como adornos fosilizados. Así nunca serás un buen clasicista. Con lo fácil que es. Tú sólo tienes que aprender bien griego y latín y sobre todo imaginar cómo pensaban ellos. Lo demás son chorradas.
─ Con todo respeto te diré que sé tanto latín como tú y quizá algo más de griego.
─ Aunque así fuese, pero además no es cierto. Has traducido mal el verso.
─ ¡Pero si cada palabra suena igual en castellano!
─ Por eso mismo has confundido todo el sentido, y no digamos el sonido. En realidad ese hexámetro es intraducible, pero fijándote en el contexto podrías haberlo entendido. Virgilio no está describiendo una escena umbrosa sino tenebrosa. ¿Sabes dónde está Eneas?
─ Pues en la silva antiqua...
─ ¡No señor! Esto es después de encontrar las manzanas de Proserpina en la silva antiqua, que no es más que el bosque inviolado y espeso, mágico pero de este mundo. Pero ahora está ya entrando en el mundo de ultratumba con la Sibila, y no precisamente para llevársela al río creyendo que era mozuela. Están empezando a recorrer los reinos de Plutón, que son terroríficos y no bucólicos, bajo la lux maligna de una luna inconstante. En sus mismas puertas moran cosas horribles, y algunas lo son tanto que ni sabemos bien en qué consisten... mala mentis Gaudia... Discordia demens...
Habíamos salido del soto y estábamos los tres de pie junto a un riachuelo que había que vadear. La luna palidecía a Elena y su voz había enronquecido. Se me acercó y preguntó acuciante:

─¿Tú sabes qué son los mala mentis Gaudia?
─ Supongo que "los gozos culpables del alma". Pero no sé qué significa eso.
─ Pues yo espero morirme sin averiguarlo. Ni antes ni después.

Pese a la Luna inconstante Elena cruzó el río saltando de piedra en piedra, y Miguel también. Yo resbalé y pegué una culada que me dejó empapado hasta el ombligo. Seguí sus sombras en silencio y tiritando. Al llegar a la moto abracé a Elena y le dije:

─ Te quiero mucho. Y a ti también, Miguel ─pero la declaración la deslucí con un fuerte estornudo─ Perdonadme que sea tan torpe.
─ Anda, ponte tú en el sidecar, que pasarás menos frío.

Volvimos a Madrid cantando La cucaracha, mayormente ellos, pues yo me había quedado afónico.

* * *



Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

1 comentario:

  1. Excelente, magnífica novela; no entiendo como la gente puede preferir a escritores sin historia como Vila-Matas o Luis Antonio de Villena que no alcanzan la calidad de este autor, por ejemplo; lenguaje rico sin caer en lo pretencioso, casi barroco en ocasiones sin caer en arabescos. Descripciones bellas, cultismos muy apropiados, he aquí un autor subestimado, o con un éxito aún bajo para lo que merecería. Yo lo quiero achacar al final de la historia, cierto desequilibrio en su desenlace detecto, como muy traído por los pelos el final de Elena y su hermano. Por lo demás, un 9,5.Da gusto descubrir nuevos autores y no decepcionarse

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